jueves, 15 de enero de 2009

Fragmento leído en la presentación

Los sucesos de la vida de Wilson se habían convertido en un trago demasiado fuerte para beber. La situación había desarticulado sus nervios. Sin saber bien por qué, recordó a su abuelo, un español que había vivido veinte años en Cuba y había trabajado en una fábrica de habanos. Y para traerlo a su presente, revisó unos cajones con ropa vieja. Ordenadamente, con tranquilidad, levanto camisas y volvió a acomodarlas. Al fin pareció encontrar lo que buscaba: una antigua aguja de coser tabaco. El instrumento mediría unos diez centímetros. Tenía cinco milímetros de diámetro, aunque una punta suficientemente filosa. Recordó las historias que le contaba su abuelo de cuando trabajaba en las vegas cubanas de Vuelta Abajo cultivando tabaco. La aguja la utilizaba para coser las hojas y llevarlas a los secaderos, que eran inmensos galpones con andamios desde donde se colgaban esos collares de hojas de tabaco para que se ventilaran a la sombra y adquirieran su aroma definitivo.

Wilson estaba recostado sobre su cama cuando llegaron a su mente aquellos recuerdos que parecían brotar de la imagen de esa antigua y extraña herramienta. Pero, de pronto, la angustia invadió su mirada. El pasado se tiñó de presente. Los recuerdos de los últimos días ocuparon su pensamiento. Todo se había vuelto tan vertiginoso a su alrededor que ya no dominaba sus acciones. Por eso frotó su pecho. Un temblor confuso emergió de allí. Se abrió la camisa como si en realidad hiciera calor, pero el día estaba helado. Wilson jugaba con la aguja haciendo círculos sobre su ombligo. Luego, como un médico experimentado, palpó su esternón. Los dedos anular y mayor de su mano izquierda encontraron el borde inferior de su caja torácica. Enseguida subieron unos centímetros, como acariciando la piel desnuda y con poco vello. Se movieron levemente hacia la izquierda y allí, donde los latidos anunciaban la presencia de su corazón, donde el temblor parecía ser desenfrenado, apoyó la aguja de coser tabaco de su abuelo.

Los párpados de Wilson se deslizaron suavemente hacia abajo y cualquiera que lo hubiera observado habría pensado que estaba a punto de dormirse. Sin embargo, la mano derecha que sostenía la aguja se tensionó con fuerza. Dos dedos de la otra mano la afirmaron en un punto exacto. Entonces, la punta filosa comenzó a clavarse. Toda la habitación tembló con él. En la acción brotó un hilo de sangre que se deslizó hasta el abdomen. Recién cuando sintió ese líquido caliente, reaccionó. Arrojó con fuerza la aguja contra una de las paredes, que amortiguaron el ruido al principio y sólo se oyó una vibración aguda, cuando el utensilio de metal cayó al suelo y se golpeó con la madera.